Si hay algo por lo que amo las fiestas de Día de Muertos es por la flor de cempasúchil; me encanta que es brillante, pomposa y emana un potente olor a nostalgia. Además, siempre que pensamos en ésta época del año, ella nos viene a la mente junto con el pan de muerto, el copal, el papel picado, la comida de las ofrendas y las Catrinas.
Es una de esas bellezas que se disfrutan por corto tiempo, ya que sólo florece después de la temporada de lluvias. Es usada desde hace siglos en el valle de Malinalco cuando pasaron por allí los aztecas, la llevaron con ellos, y la modificaron para que tuviera 20 pétalos, de ahí su nombre de cempasúchil.
Su color representa la luz como los rayos del sol y al regarla en forma de camino, se le indica a las almas el rumbo que las guía a casa, en donde una vez al año degustan de lo que disfrutaban en vida y son recordados con fiesta.
Hay una hermosa leyenda de cómo nació la flor de cempasúchil: cuenta que Xóchitl y Huitzilin se amaban desde que eran pequeños, crecieron juntos y su amor también. Cada tarde subían a lo alto de la montaña para llevarle flores a Tonatiuh, el Padre Sol, quien parecía sonreír ante la ofrenda de los enamorados y, ahí, ellos juraron amarse más allá del tiempo, la distancia y la muerte.
Pero un mal día llegó la guerra y los amantes tuvieron que separarse, pronto cayeron noticias de la muerte de Huitzilin y Xóchitl sintió que su corazón se desgarraba de dolor; con la gran tristeza que la invadía, subió a la montaña y pidió a Tonatiuh que la uniera por siempre con su amor. El Sol, conmovido por su sincero dolor, extendió uno de sus rayos y al tocar a la joven la convirtió en una flor de colores tan intensos como sus mismos destellos de luz.
Luego llegó Huitzilin en forma de colibrí, y amoroso se posó en el centro de la hermosa flor, al instante el capullo de aroma intenso y misterioso se abrió en 20 pétalos. Dicen que así nació la flor de Cempoalxóchitl.